Villa Marini, cuyo nombre proviene de
los antiguos propietarios de los terrenos del lugar, es un barrio de la ciudad
de Godoy Cruz, con aproximadamente 3.500 habitantes, ubicado a unas quince
cuadras al oeste de la plaza del departamento de Godoy Cruz, en la provincia de
Mendoza.
En la esquina formada por las calles
Luzuriaga y Carlos Gardel, es donde se encuentra emplazado un busto erigido en
homenaje al máximo cantor de todos los tiempos.
La única referencia que pude encontrar
en Internet sobre este monumento dedicado a Carlos Gardel, corresponde a una
emotiva evocación realizada por Ulises Naranjo en el sitio http://www.mdzol.com/, bajo el título “Carlos
Gardel murió en Mendoza”, la cual juntamente con las tres fotos del busto,
reproduzco a continuación.
Sucedía
así, en pos del único elemento que nos vinculaba con la civilización: el
monolito a Carlos Gardel, en la esquina de las calles Luzuriaga y, claro pues,
Carlos Gardel. Una vez al año, cada 24 de junio, aniversario de la muerte de
Zorzal Criollo, el barrio se conmocionaba con la llegada de una caravana de
extraños que llegaba a homenajear al cantor.
El
asunto, en realidad, empezaba un día antes, cuando la Municipalidad de Godoy
Cruz mandaba una máquina para que alisara la calle. Después, repartían
piedritas traídas en camiones y finalizaba, para nuestro gozo, con el paso de
la inolvidable “regadora”, el camión que repartía agua y nos dejaba en las
narices el único olor parecido al paraíso: el de la tierra mojada.
Ya
por la mañana, alguien pintaba el monolito, mientras una cuadrilla de obreros
adecentaba la cabellera de los árboles y montaba un escenario y repartían
parlantes tipo bocinas.
Entonces,
se producía una de las ceremonias: como los Naranjo vivíamos y vivimos justo en
la esquina, los quías te tocaban el timbre (a nosotros o a los Rodríguez, justo
enfrente) y te pedían un enchufe para poner en marcha el circo. ¿Cómo no
dárselo, si era una forma de darle vida al Mudo, durante dos o tres horas?
Segundos
después de enchufado el alargador, la voz del Morocho del Abasto resonaba en
todo Villa Marini. Llegaba, incluso, hasta el pavimento de la calle Joaquín V.
González; llegaba hasta el segundo zanjón, lindero con “El Fachinal” y los
cerros y quebradas donde ahora hay barrios con otras formas de la épica: el
Foecyt, La Estanzuela, el Sarmiento y varios otros, incluso el Palmares, sólo
que a ese lo divide del mundo un enorme muro con serpentinas de púas y guardias
de seguridad con ametralladoras y lapiceras Bic trazo grueso para tomar nota de
tus datos personales.
Uno
a uno los tangos hacían remolinos por entre los ranchitos del barrio y nuestros
padres nos hacían inclinar las cabezas hasta un lavador de plástico sobre una
silla, en el patio. Después, nos mirábamos en un espejo redondo, con marco de
plástico y hasta creo recordar que sonreíamos.
En
la calle Carlos Gardel, la fiesta estaba por comenzar y, uno a uno, íbamos
saliendo de nuestras casas recién peinados y con la camisa de ir a la escuela.
Éramos hermosos. Éramos cortos, asombrados, ingenuos, maravillados. Mírennos
ahí, calladitos y en puñado: El Tero, El Colorado, el Raúl, “los chilenos” el
Alberto y el Juan Carlos, el Tupungato, el Miguel y el Ale, El “Patita”, El
Pablo, El Gallego, Los Almada, El Doc Oscar, el Omar en sus muletas, el
Cachivache y su cicatriz y éste que escribe, el más pequeño de todos.
La
fiesta empezaba y subían al escenario cantores bravos, orilleros, con sombreros
y pañuelos blancos y alguna bailarina con vestido con tajo hasta arriba, para
exhibir ese imposible jamón en el corte, a mediodía.
Una
vez, un abuelo plantó junto al monolito un árbol. Hoy es un estupendo jacarandá
de quince metros de altura. Lo aplaudieron, saludó con gesto discreto. Le
acercaron una silla y escuchó unos tangos. Se llamaba, dijo, entonces, el
locutor Don Bernardo Razquin y su imagen se mezcla ahora con el olor de los
pasteles fritos y el sonido de los tangos. Éramos felices.
24
de Junio de 2012
Varias
décadas después, todos envejecimos como envejece la gente: evidentemente.
Algunos murieron de viejos y otros murieron de tan jóvenes. Algunos pocos
terminamos el secundario e incluso la universidad y la mayoría tomó el sustento
por obra gracia de sus preciosas manos. El tiempo pasó y nos fue demostrando
que, no obstante, siempre lo mejor es lo que está por venir.
Varias
décadas después, un 24 de Junio de 2012, me hallo al pie del monolito de un
Carlos Gardel que está más solo que un traidor en el final de sus días. Nadie
se acordó del artista popular y el Muñeco de Trapo se habrá retorcido en su
tumba, pero es así: la ingratitud nos constituye como al tango la despedida.
Escupo
mi plegaria, para Gardel: “Mierda que es bravo el abandono y débil la memoria,
Morocho del Abasto. Resultaste ser exacto pasto del olvido. Marchita tu
guitarra, de tiza tu sonrisa, no tenés quién te cante o te acaricie o al menos
un choco que te ladre. Quedaste solo, cantor, con tu destino tanguero. Igual,
no es para tanto, si al fin y al cabo, todos nos quedamos solos, un día después
de la fiesta”.
Final
del homenaje.
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